"Definir" la italianidad, "medir" la ligazón.
- Suolo Ciudadanía Italiana
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El gobierno italiano ha transformado hoy en ley el decreto número 36, que recorta brutalmente el acceso a la ciudadanía italiana para los descendientes nacidos en el exterior. Lo hace basándose en una presunción —y usa esa palabra de forma literal—: que quienes nacimos fuera de Italia ya no tenemos ninguna ligazón con el país.
Presume, por ejemplo, que no estamos vinculados porque muchos no hablan el idioma. Pero esta mirada olvida —o decide ignorar— que nuestros propios ancestros, aquellos que emigraron desde Italia, tampoco hablaban “el italiano”, sino dialectos locales. Veneciano, napolitano, siciliano, piamontés: ¿acaso ellos no eran italianos por eso? ¿Acaso no son parte de la historia que hoy se pretende borrar?
El gobierno dice también que los descendientes, no contribuimos al desarrollo de la cultura italiana. Como si los millones de dólares enviados desde el exterior durante décadas por inmigrantes a sus familias en Italia no hubieran existido. Como si la partida de más de 27 millones de italianos no hubiera sido lo que, paradójicamente, ayudó a que en la posguerra Italia pudiera levantarse y empezar a ofrecer trabajo a quienes se quedaban.
Critica a quienes no anotaron a sus hijos al nacer, mientras olvida que la mayoría era analfabeta y pobre y su única obsesión era trabajar para sacar adelante a su familia.
Se olvida que al migrar, muchos lo hicieron en bloque, con sus paesanos, justamente para mantener viva su cultura y sus costumbres y para ayudarse mutuamente en los países de destino, cuyos idiomas no hablaban.
Tampoco reconocen que en cada país donde llegaron, esos italianos fundaron asociaciones, cámaras de comercio, centros culturales, clubes sociales y miles de otras instituciones que aún hoy mantienen viva y abierta la cultura italiana, en las que se prepara comida típica y se celebran fiestas italianas. Hablo especialmente de Argentina, donde esto es palpable. El Estado italiano parece ignorar —no sé si por desconocimiento o por estrategia— que la italianidad es parte intrínseca de la argentinidad.
¿Alguien en este país puede decir seriamente, sin una sonrisa sarcástica, que los italianos no dejaron una huella profunda en la identidad argentina? Hoy, el 60% de los argentinos tiene ascendencia italiana, y eso se respira en la comida, en la forma de hablar, en la calidez, en los gestos.
Y hay algo más que tampoco ven: la historia emocional de la migración.
Cada italiano que se fue vivió con el corazón partido. Dejó padres, hermanos, tierra. En muchos casos jamás pudo volver. Formó familia en el país que lo recibió, pero siempre sintió que no pertenecía del todo.
Cuando estaba en Argentina, extrañaba a Italia. Y cuando volvía a Italia, extrañaba a Argentina.
Muchos de ellos trabajaron incansablemente para ahorrar peso sobre peso —o la moneda que fuera— para poder volver al menos una vez a su tierra.
Yo puedo dar fe de todo esto. Tengo 45 años y desde los 18 estoy vinculada directamente con la comunidad ítalo-argentina. Llevo más de dos décadas trabajando con personas que migraron y con sus descendientes. Los escuché contar en primera persona sus historias con lágrimas en los ojos. Escuché a sus descendientes. Escuché cómo cantaban, lloraban, cómo soñaban con conocer Italia, caminar por las calles de sus abuelos, entender de dónde venían. Los escuché tratar de poner en palabras, sin éxito, la sensación que los embargó cuando pudieron ir por primera vez. Esto me pasó a mí también, esa sensación de rareza y familiaridad simultánea. Las caras familiares, las mismas costumbres.
Y puedo afirmar sin miedo a equivocarme: los que sienten ese vínculo profundo y genuino con Italia no son una excepción estadística. Son la mayoría.

Y sí, el pasaporte también es visto como una herramienta de progreso económico. ¿Honestamente se creen capacitados a juzgar la falta de conexión con Italia por este motivo? ¿Alguien le preguntó a nuestros abuelos que se fueron de Italia si emigraban a Argentina por amor al país o por necesidad? ¿Qué autoridad moral puede tener el Estado para criticar eso, sí fue justamente la esperanza de una vida mejor lo que originó la migración italiana?
Y si vamos a hablar de responsabilidad, seamos claros: el Estado italiano es quien estableció durante décadas los criterios para el reconocimiento de la ciudadanía. Desde el Código Civil de 1865, pasando por la ley de 1912, las reformas judiciales de los años ’70 y la ley de 1992, nunca se exigió como requisito hablar el idioma ni demostrar una ligación cultural específica. Quejarse ahora de que no se cumplen reglas que jamás fueron parte del marco legal no solo es arbitrario: es, por lo menos, hipócrita.
Por último, el discurso sobre los trámites fraudulentos y los “vivos” que hacen las cosas mal deja en evidencia otra verdad incómoda: que el propio Estado italiano no ha sabido controlar, fiscalizar ni sancionar esas irregularidades.
Y en lugar de asumir su responsabilidad como administración pública, elige castigar a millones de personas inocentes, legítimas, que cumplen con lo que la ley históricamente exigía: demostrar su vínculo con un antepasado italiano.
Esta ley no protege a Italia ni previene sus dos problemas mayores: el envejecimiento poblacional y la emigración de los jóvenes. Esta ley rompe con su propia historia. Rompe con la memoria de los que se fueron, con los sueños de los que quedaron, con la identidad de generaciones enteras que nunca dejaron de sentirse parte.
Porque ser italiano no es solo una cuestión de geografía.
Es memoria, es lengua heredada (aunque sea en dialecto), es apellido, es comida, es llanto por una tierra que muchos nunca conocieron, pero que sienten como propia.
Y eso, por más leyes que escriban, no se borra nunca.